Camino por la calle empedrada. Hay un chelista tocando las más melancólicas notas. El cielo a esta hora se pinta naranja. San Cristóbal, este pueblo que he escogido como hogar, tiene los atardeceres más impresionantes.
El aire es fresco y hace un frío de esos que se notan pero no incomodan.
No tengo qué hacer porque ya terminé mi trabajo del día. Me detengo a escuchar al chelista. El momento es perfecto – hasta que llega un fulano a sentarse junto a mí.
“Qué opinas?” me pregunta
lo miro con cara de ????
“Qué opinas sobre el turismo”
????
Intenta hacerme plática con otras preguntas igual de estúpidas. El fulano está borracho y además apesta.
“Adiós” le digo. Me levanto y me siento en la misma banqueta pero a unos metros lejos de él para seguir disfrutando la música mientras miro al atardecer.
Hace unos años, me hubiera quedado a contestar sus preguntas estúpidas para que no se sintiera ofendido. Me hubiera convencido de que pararme y mostrar disgusto era una grosería – aunque el tipo estuviera borracho. Hubiera inventado un buen pretexto para irme en vez de levantarme sin explicación.
Lo peor de todo: hubiera dejado que arruinara MI momento perfecto.
Por sencillo que parece, me tomó 28 29 años aprender a decir “Adiós” sin sentirme mal. Sabiendo que mi tiempo y mi atención son más valiosos que el oro he dejado de excusarme por no tolerar a gente que me molesta.
Diciendo que no a trabajos aburridos, a relaciones fallidas, a ciudades contaminadas, a la carencia económica, a amistades tóxicas y actividades superfluas es como llegué a ese día de cielo colores pastel y música callejera – donde no cabía más perfección.
Y no iba a dejar que nada lo arruinara.
Por fin comprendí que cuando toleras lo que no quieres cierras la puerta a la posibilidad. Y no se tú, pero yo prefiero la posibilidad sobre los borrachos apestosos.