
Hace ocho años, cuando empecé con la idea de ser independiente, estaba perdida. No sabía qué hacer para conseguirlo. Esta falta de claridad me causaba una gran frustración y me hacía sentir la persona más estancada del mundo.
Para levantarme el ánimo, leía historias de otros emprendedores que habían logrado sus sueños.
Entre ellas estaba la de Robert Rodriguez (el director de cine), quien se vendió como conejillo de indias a un laboratorio y con las ganancias financió su primera película. También me encantaba la de Coco Chanel, que a pesar de ser huérfana y no tener educación revolucionó la industria de la moda. Gracias a ella, las mujeres empezamos a usar pantalones.
Sus relatos me inspiraban, me daban valor y me ayudaban a creer en mí. Lo más importante, es que cuando tenía ganas de darme por vencida con mi meta de ser una mujer independiente, me impulsaban a continuar.
El día de hoy, las cosas han cambiado. Si en este momento aparecieras en mi casa, me encontrarías sentada en la mesa del comedor, escuchando jazz, bebiendo chai, trabajando en mi propio negocio y siendo la más feliz.
Probablemente pensarías que soy afortunada (y lo soy, no digo que no) pero esta situación no sucedió por arte de magia. Más bien, hay una larga historia detrás.
Hoy te quiero contar el camino que recorrí para llegar aquí. Espero que mi historia te de una perspectiva más real de lo que cuesta construir un negocio, también quiero que te inspire y te sirva de guía para avanzar con tus sueños.
Capítulo 1 – Te emocionas, empiezas y de repente todo se acaba
No recuerdo exactamente cuándo surgió la idea de emprender. Lo primero que recuerdo es tener 17 años y pasar las tardes preguntándome por qué la gente prefería conseguir un empleo, que inventarse uno. Eso de estar 8 horas encerrada en una oficina nunca me pareció viable.
Tenía una libreta de colores donde anotaba ideas de negocio que se me iban ocurriendo – un carrito de hot dogs, hornear galletas y venderlas, fabricar collares, montar una agencia de tours. Pensaba en el nombre de cada negocio y hacía dibujitos explicando cómo iba a funcionar.
En esa época estaba estudiando y no planeaba llevar ninguna de las ideas a la práctica, pero guardaba la libreta porque sabía que algún día la iba a necesitar.
En unas vacaciones de verano, mi hermano y yo horneamos pan de elote y lo fuimos a vender en unas oficinas. Al principio la gente nos compraba, pero después, no sé si se aburrieron del pan o les empezó a parecer caro. El punto es que dejaron de comprar. Las vacaciones se terminaron y nunca más volvimos a retomar.
Otra temporada fabricamos collares. El primer lote se vendió entre la familia. Fuimos inteligentes e invertimos las ganancias en nuevo material. Armamos un segundo lote, pero ya no se vendió. Los collares quedaron arrumbados en una caja que nadié volvió a tocar.
Mientras cursaba la licenciatura de Diseño Textil, se me ocurrió que podría estampar playeras, hacer un blog de street style, vender ropa vintage o crear merchandise de mis bandas favoritas.
A lo más que llegué fue a fabricar unas carteras para un proyecto escolar. Mis compañeras dijeron que estaban hermosas. Les regalé las muestras y animada por sus comentarios, confeccioné diez carteras más. Las llevé a una tienda de artesanías donde se quedaron a consignación. Pasaron dos meses y nadie compró. Me desanimé y no quise continuar.
Otra vez gasté todos mis ahorros en telas, porque supuestamente iba a empezar una marca de ropa. Compré una máquina para etiquetar, bosquejé una colección, cosí dos faldas y después… no pasó absolutamente nada. Las telas se quedaron guardadas por años en el clóset, hasta que un día las regalé. Las faldas, las terminé usando yo.
A pesar de que tenía ganas, tiempo y recursos, no fui constante con ninguno de los intentos. En retrospectiva, me doy cuenta por qué:
- Me faltaba creer en mí y en lo que soy capaz de hacer.
- Aunque me sentía emocionada por la idea de tener un negocio, en ese momento mis prioridades eran la escuela y salir de fiesta. No tenía una verdadera necesidad que me empujara a emprender.
Capítulo 2 – Rompe con tus Cadenas Mentales
Pasé el último semestre de universidad ansiosa por mi futuro. No quería un empleo normal, donde todos los días tuviera que entaconarme y presentarme a una oficina. Tampoco me veía escalando posiciones, negociando vacaciones ni mendigando aumentos de sueldo.
No quería convertirme en vaga. Al contrario, estaba dispuesta a matarme trabajando, siempre y cuando supiera que mi esfuerzo valía la pena, que no sólo trabajaba porque necesitaba un sueldo, sino que estaba aportando un granito de arena a la sociedad.
Además, necesitaba libertad para manejar mis horarios y que mi trabajo se integrara con otros aspectos de mi vida. Sabía que la solución era tener mi propio negocio, pero el asunto se veía tan complicado como hacer un viaje a China – en barco y sin salvavidas.
En eso andaba cuando una amiga me invitó a visitar San Cristóbal, un pueblo donde estaba haciendo su servicio social. Dicen que San Cristóbal es un lugar mágico y para mí efectivamente lo fue.
Un mundo de posibilidad
Durante el viaje, conocí a varias personas que abrieron mi cabeza a un mundo de posibilidad.
Entre ellas, estaba una pareja que tenía dos niños pequeños y querían verlos crecer. Trabajaron varios años para comprar una casa en la Ciudad de México. La pusieron en renta y se mudaron a San Cristóbal (donde la vida es más económica). El dinero que recibían por su casa, les alcanzaba para una vida modesta sin tener que trabajar. Esto les daba tiempo para ser los mejores papás.
También me hice amiga de Majo. Esta chica había estudiado en una prestigiosa universidad. En sus ratos libres le gustaba diseñar joyería. Cuando terminó la escuela, empezó a vender sus creaciones entre amigos. Pensaba hacerlo como algo temporal mientras conseguía trabajo pero le fue tan bien, que abandonó la búsqueda y se volcó de lleno a su pasión.
Otra persona que me marcó fue Justin, un francés. En su país había sido ingeniero. Un día, se hartó de estar siempre metido en un cuarto con máquinas. Entregó su renuncia y se fue a viajar por el mundo. Visitó varios lugares, hasta que llegó a San Cristóbal.
A los pocos días de estar allí, se enamoró: de una chica y del lugar. Compró una bicicleta y aprendió a hornear pan. Para su sorpresa, descubrió que amasar el pan era un genuino placer. Un día tenía tanto pan en su casa, que ya no sabía qué hacer con él.
Se le ocurrió ponerlo en la canasta de su bicicleta y salir a venderlo. Se divirtió tanto, que a partir de ese día siguió saliendo por las tardes para ofrecer su pan. Más tarde montó una panadería.
Estas personas eran de distintas edades, culturas y estratos sociales, pero tenían algo en común – se habían visto atorados en un dilema similar al mío. Sintieron miedo, inseguridad y angustia pero en vez de quejarse (como el resto de los adultos que conocía), tomaron acción; gracias a su valentía, estaban disfrutando una vida que adoraban.
La gran epifanía
Cuando mi viaje terminó, empaqué las maletas, me despedí de mi amiga y tomé un taxi hacia la terminal de autobuses. Mientras esperaba la salida del camión, una gran epifanía surgió:
Quedaban tres meses para terminar la escuela. En ese tiempo, conseguiría cualquier empleo, juntaría dinero y una vez que concluyera los trámites de graduación me mudaría a San Cristóbal. No tenía claro lo que iba a hacer pero estando ahí, algo interesante tenía que suceder.
Compartí el plan con mis mejores amigas. Les pareció genial y se decidieron unir.
Nuestros padres creían que estábamos locas.
Nosotras estábamos dispuestas a hacer LO QUE FUERA NECESARIO con tal de no terminar como las compañeras que ya se habían graduado: AMARRADAS por un sueldo mediocre a un empleo en una fábrica textil.
Capítulo 3 – De Cero a $1: Cómo Gané mi Primer Dólar y me Convertí en una Emprendedora de Verdad
Terminamos la escuela, empacamos nuestras cosas y nos mudamos al pueblo olvidado por la civilización.
En San Cristóbal, hay gran cantidad de poblaciones indígenas que viven en condiciones de marginación. Organizaciones de ayuda internacional se han establecido en la zona, con la intención de apoyar a estas comunidades y mejorar sus condiciones de vida.
Los primeros meses que estuve en San Cristóbal visité veinte de ellas tratando de conseguir un empleo. Lo que nunca consideré, es que operan bajo esquemas de voluntariado y rara vez contratan empleados.
Aunque me encantaba la idea de colaborar con ellas de manera altruista, no quería seguir dependiendo económicamente de mis papás.
Antes de que mis ahorros se acabaran conseguí empleo como mesera en un bar. Sólo trabajaba de Jueves a Sábado, pero las desveladas hacían que el resto de la semana estuviera agotada. Buscando un cambio, terminé sirviendo helados y capuchinos en una cafetería. Finalmente conseguí un puesto como asistente de una fotógrafa; ganaba lo mismo que en el café y trabajaba la mitad de horas.
Cada vez que levantaba un envase vacío de cerveza, preparaba un capuchino o editaba una foto, me visualizaba despegando como diseñadora textil y participando en el Fashion Week de París. Otras veces me imaginaba caminando por la gran muralla china, nadando en las playas de Tailandia y explorando las selvas de Bali.
Aunque tenía claro cuáles eran mis sueños, no sabía qué hacer para conseguirlos.
Perder tiempo en Google Resultó Productivo
Cuando trabajaba con la fotógrafa, tenía una computadora con acceso a internet y pocas tareas por hacer. Al final del día aprovechaba las horas muertas para investigar en Google, esperando que el buscador respondiera mis dilemas existenciales.
En una de esas búsquedas, me topé con las “10 Razones para no tener un empleo” de Steve Pavlina. Su escrito me hizo sentir acompañada y no tan loca como yo creía que estaba.
Al terminar de leerlo, tuve certeza sobre lo que iba a hacer: emprendería mi propio negocio.
Con las ganancias financiaría proyectos en las comunidades indígenas y pagaría mis viajes por el mundo. Tener mi negocio también me daría libertad para tomar vacaciones sin necesidad de regatear permisos.
Una Inversión Arriesgada
Steve recomendaba un curso donde aprendías el funcionamiento de un negocio digital.
Si estabas interesado, debías visitar una página donde explicaban los detalles. En ella, contaban la historia de un padre de familia, que en sólo seis meses empezó a ganar lo mismo que en su trabajo normal. Había otra historia de una adolescente que gracias a su negocio, ganaba más que los compadres de su papá.
Avancé por la página revisando la información del curso. Finalmente, llegué a un botón amarillo que decía “Inscríbete”. Al presionarlo, una ventana que pedía $300 dólares se abrió.
Esto era el 2011 y nunca antes había comprado por Internet. Qué tal si pagaba y resultaba una estafa. O me inscribía y encontraba que las historias eran falsas. En ese entonces $300 dólares representaban el total de mis ahorros.
Justo en ese momento, el reloj marcó las 6.
“Fiuuu, la campana me salvó” Pensé.
Cerré la computadora y di el asunto por terminado.
El elevado costo de la inacción
Me levanté de la silla giratoria, tomé mi bolsa y caminé cuatro cuadras para llegar a mi hogar. Entrando a casa me quité los zapatos, me serví un vaso de agua fresca y me desplomé sobre un sillón a descansar. En ese momento, imágenes con el padre de familia y la adolescente reaparecieron en mi cabeza.
¿Qué tal si era cierto?
Peor aún – Qué tal si era cierto, dejaba pasar la oportunidad y en un año seguía aplastada en el mismo sillón, trabajando con la misma fotógrafa, ganando la misma miseria y atorada en el mismo dilema.
El dinero lo podría recuperar, el tiempo perdido jamás.
Arriesgarme a sufrir una estafa y perder $300 dólares, sonaba más atractivo que perpetuar mi situación.
Corrí al cuarto por la computadora y abrí la página para inscribirme al curso. Con las manos temblorosas presioné el botón amarillo. La ventana que pedía los $300 dólares volvió a aparecer.
En vez de poner cara de susto como lo hice la primera vez, tomé mi tarjeta de crédito y cuidadosamente llené la información que pedía.
“Estamos procesando su pago… Un momento por favor”
A los pocos minutos recibí un correo confirmando la inscripción. Todo parecía en orden, así que cerré la tapa de la computadora y me acosté a dormir.